Entusiasmos excesivos
Hace un par de semanas apareció en los medios de comunicación la referencia a una supuesta queja, posteriormente desmentida, de la embajada alemana en París ante el Elíseo por la incomodidad que a la canciller Angela Merkel le producían los excesos afectivos de que el presidente francés, Nicolas Sarkozy la hacía objeto asiduamente, traducidos en contactos físicos, al parecer no deseados por la dama y que, según rezaba la noticia, la violentaban sobremanera.
Inmediatamente me dije: "parlanchín, aquí tienes tu bautismo de fuego en el blog", y es que el tema de los toqueteos entre altos mandatarios de la política, pertenecientes a distintos países, no abunda en antecedentes, al menos conocidos, por lo que resulta previsible que atraiga poderosamente a quien, como este plumífero que os importuna, se deja deslumbrar sin apenas resistencia por el oropel de lo insólito.
Pero es que, además, el tema me interesa personalmente, porque soy de los que piensan que nos tocamos poco. Ya sea por timidez, por pudor o por temor a la condena social, huimos del contacto
físico, salvo que esté santificado por relaciones familiares o sentimentales públicamente reconocidas como adecuadas.
Y por una vez los hombres lo tenemos aún peor que las mujeres. Si brindamos este clase de atenciones a un mujer, pasaremos a engrosar las filas de los sobones babosos, y, si a un hombre, de los gays irredentos. Las mujeres, por contra, si bien recibirán el título de pendones desorejados o verbeneros si se aproximan en demasía a un varón, tienen el consuelo de poder hacerlo casi sin freno con una congénere, sin ser acusadas irremediablemente de desviaciones sospechosas.
Pienso que las cosas, tanto las públicas como las privadas, irían mejor si nos tocaramos más, tomando ejemplo en esto de tantas especies animales, cuyos acercamientos físicos, y no me refiero a los inequívocamente reproductivos, son considerados por cualquier naturalista experto como reforzadores de la cohesión del grupo.
Y por este motivo no puedo sino disculpar al presidente galo por sus confianzas sobre Angela Merkel, aunque mucho me temo que desde ahora no le vaya a quedar más remedio que analizar detenidamente si realmente contribuyen a la cohesión franco-alemana.
En lo que, lejos de disculparle, debo condenarle de forma decidida, es en las exageradas manifestaciones de alegría con que saluda, no sólo a sus colegas extranjeros, sino también a cualquiera que se le ponga a tiro, porque, en primer lugar, me parecen hipócritas por desmesuradas, y, en último término y sobre todo, porque me recuerdan a esos amigos y conocidos que todos padecemos, que por el mero hecho de vernos parecen estar recibiendo la mayor alegría de su vida.
Esas exageradas demostraciones de entusiasmo ante la simple vista de mi modesta persona me llenan de un sentimiento que, si empieza siendo de sorpresa, suele terminar convertido en irritación. Y comprendo que esa puede ser una reacción excesiva, en este caso por mi parte, pero no puedo evitarlo. Que alguien aparente que encontrarme en la cola del cine es lo mejor que le ha pasado en el último año me coloca en la incómoda disyuntiva de o imitar su absurda euforia, violentando mi natural forma de ser, o dejar patente que no disfruto ni la mitad que él de nuestro encuentro, resultando descortés.
Y quede claro que el grado de entusiasmo de que estos agobiantes sujetos hacen alarde no es fruto del tiempo transcurrido, a todas luces excesivo para su gusto, desde el último encuentro padecido, no, qué va; aunque te hayan visto la semana pasada o incluso anteayer, te abruman de igual forma. Vamos, insufrible.
En fin, que, a modo de corolario, yo diría que achuchones sí, pero entusiasmos los justos.
Etiquetas: El pobrecito parlanchín
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