A VUELTAS CON EL “HAMBRE”
Ninguna de nosotras hemos padecido hambre, decíamos. Pero sí que hemos oído a nuestros padres, tíos, abuelos, hablar de ello.
- ¿Hambre dices? Aun no ha pasado suficiente tiempo, eso que crees que es el hambre no es ni su sombra. El olor del hambre diría yo, es lo primero que sientes. Sube por la boca del estómago, mordiendo la garganta y brotando hacia fuera. Te doblabas sin poder evitarlo. Dolían hasta las orejas: las entrañas se retorcían. Cuando llegues a sentir algo ligeramente cercano, podrás pensar que se parece al hambre. Pero había algo aún peor que el hambre, era el miedo al hambre. Tener la certeza de que volvería a rugir hasta amordazarte, el desvarío inundaba los sueños y la luz te cegaba sólo por asomar al amanecer: el frío y el hambre.
Escuchaba estos relatos sentada a la mesa, sin rechistar, sin moverme, y por supuesto, evitando mirar aquel plato de potaje que odiaba desde que la Semana Santa se anunciaba.
Tía Aurora sólo trataba de inculcarnos algo de obediencia y disciplina. Ya nos conocíamos el resto de la historia.
- Yo sí que he pasado hambre. Si hubierais eras vivido la guerra no pondríais mala cara ni al pan duro.
El plato de potaje seguía amenazando, aunque humeaba un poco menos.
- En épocas de guerra no teníamos ni fruta, ni garbanzos, ni pan.
Elena y yo nos mirábamos. El bacalao era lo que no le gustaba ella y a mí me asqueaba la verdura flotando como trapos mojados.
- Recuerdo una vez, alguien nos consiguió cuatro naranjas: ¡un festín! Para los ocho que éramos en casa, con aquello comimos por lo menos diez días.
Aquí nos contaba que convertían las naranjas en 3 platos.
- Por eso vosotras debéis dar las gracias por tener la comida a diario ¡y postre! Hija se sufre mucha en guerra. Dios quiera evitaros que conozcáis una guerra. Y lo peor: una guerra civil.
- Te prometo que no volveré a decir que no tengo hambre- Decía con un hilo de voz.
- Y otra vez, no se cómo, conseguimos una barra de pan, fue la primera comida en ocho días. Qué tonta fui, se me ocurrió guardar el trozo que me dieron y lo guardé en una caja de metal: la de los tesoros. Pensaba que aquello crecería como un fruto. Todos los días lo miraba diez, veinte veces; lo observaba y hasta me parecía que crecía. Los demás se comieron su trozo.
Elena se iba escurriendo de la silla, deslizándose por debajo de la mesa mientras yo escuchaba sin atreverme a abrir la boca, temiendo el momento de de tener que tragarme aquella sopa de potaje que tanto odiaba.
- ¡Garbanzos! Eso si que hubiera sido un banquete: hasta crudos nos los hubiéramos comido. Ni leña quedaba ya para hacer lumbre.
Entonces, Elena, ya desde debajo de la mesa, se iba alejando sin hacer ruido, aprovechando que era más pequeña que yo.
- Si no lo quieres ahora te lo tomas de merienda, o de cena, cuando de verdad tengas hambre. Te parecerá un festín. Lástima de comida. No lo vamos a tirar porque la niña no tenga hambre. Una guerra: eso es lo tendría que conocer todo el mundo una vez en su vida.
- Yo creía que mi pan echaría raíces crecería, pero en vez de crecer, primero se puso verde y después se cubrió de una telilla blanca. Y cuado se lo enseñé a mi padre, me obligó a tirarlo, por no habérmelo comido en su momento. ¡Cómo lloré! No se si de rabia o de hambre.
La sopa de potaje, definitivamente, estaba helada. Elena había desaparecido de la cocina y yo sentía nauseas solo de pensar que aquello se convertiría en mi merienda.
- ¡Gusanos llegaron a salir de la caja donde guardé mi pan!
Elena ya corría por el patio, podía verla desde la ventana, mientras yo, petrificada, aguantaba la historia, tantas veces repetida, sobre el hambre que se pasaba en guerra
.
Nunca conseguí que me gustara el potaje de vigilia.
- ¿Hambre dices? Aun no ha pasado suficiente tiempo, eso que crees que es el hambre no es ni su sombra. El olor del hambre diría yo, es lo primero que sientes. Sube por la boca del estómago, mordiendo la garganta y brotando hacia fuera. Te doblabas sin poder evitarlo. Dolían hasta las orejas: las entrañas se retorcían. Cuando llegues a sentir algo ligeramente cercano, podrás pensar que se parece al hambre. Pero había algo aún peor que el hambre, era el miedo al hambre. Tener la certeza de que volvería a rugir hasta amordazarte, el desvarío inundaba los sueños y la luz te cegaba sólo por asomar al amanecer: el frío y el hambre.
Escuchaba estos relatos sentada a la mesa, sin rechistar, sin moverme, y por supuesto, evitando mirar aquel plato de potaje que odiaba desde que la Semana Santa se anunciaba.
Tía Aurora sólo trataba de inculcarnos algo de obediencia y disciplina. Ya nos conocíamos el resto de la historia.
- Yo sí que he pasado hambre. Si hubierais eras vivido la guerra no pondríais mala cara ni al pan duro.
El plato de potaje seguía amenazando, aunque humeaba un poco menos.
- En épocas de guerra no teníamos ni fruta, ni garbanzos, ni pan.
Elena y yo nos mirábamos. El bacalao era lo que no le gustaba ella y a mí me asqueaba la verdura flotando como trapos mojados.
- Recuerdo una vez, alguien nos consiguió cuatro naranjas: ¡un festín! Para los ocho que éramos en casa, con aquello comimos por lo menos diez días.
Aquí nos contaba que convertían las naranjas en 3 platos.
- Por eso vosotras debéis dar las gracias por tener la comida a diario ¡y postre! Hija se sufre mucha en guerra. Dios quiera evitaros que conozcáis una guerra. Y lo peor: una guerra civil.
- Te prometo que no volveré a decir que no tengo hambre- Decía con un hilo de voz.
- Y otra vez, no se cómo, conseguimos una barra de pan, fue la primera comida en ocho días. Qué tonta fui, se me ocurrió guardar el trozo que me dieron y lo guardé en una caja de metal: la de los tesoros. Pensaba que aquello crecería como un fruto. Todos los días lo miraba diez, veinte veces; lo observaba y hasta me parecía que crecía. Los demás se comieron su trozo.
Elena se iba escurriendo de la silla, deslizándose por debajo de la mesa mientras yo escuchaba sin atreverme a abrir la boca, temiendo el momento de de tener que tragarme aquella sopa de potaje que tanto odiaba.
- ¡Garbanzos! Eso si que hubiera sido un banquete: hasta crudos nos los hubiéramos comido. Ni leña quedaba ya para hacer lumbre.
Entonces, Elena, ya desde debajo de la mesa, se iba alejando sin hacer ruido, aprovechando que era más pequeña que yo.
- Si no lo quieres ahora te lo tomas de merienda, o de cena, cuando de verdad tengas hambre. Te parecerá un festín. Lástima de comida. No lo vamos a tirar porque la niña no tenga hambre. Una guerra: eso es lo tendría que conocer todo el mundo una vez en su vida.
- Yo creía que mi pan echaría raíces crecería, pero en vez de crecer, primero se puso verde y después se cubrió de una telilla blanca. Y cuado se lo enseñé a mi padre, me obligó a tirarlo, por no habérmelo comido en su momento. ¡Cómo lloré! No se si de rabia o de hambre.
La sopa de potaje, definitivamente, estaba helada. Elena había desaparecido de la cocina y yo sentía nauseas solo de pensar que aquello se convertiría en mi merienda.
- ¡Gusanos llegaron a salir de la caja donde guardé mi pan!
Elena ya corría por el patio, podía verla desde la ventana, mientras yo, petrificada, aguantaba la historia, tantas veces repetida, sobre el hambre que se pasaba en guerra
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Nunca conseguí que me gustara el potaje de vigilia.
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