Sonata de Verano
A finales de julio las chicharras cantaban histéricas en Ciempozuelos y los locos amodorrados por la medicación te miraban con ojos de simio. Ya habías concluido tu encargo – arrendamiento de servicios- a pesar de las trabas de los cuerdos. De vez en cuando regresas a una profesión, donde lo legal esclaviza a lo justo. Y luego, exhausta, te exilías entre relatos y novelas hasta que alguna circunstancia romántica te lleva a vestirte la armadura una vez más.
Los amigos se marchaban hacía Santander, Bruselas, Bremen y otros destinos y las escritoras de El Mono Rojo os llamabais para ayudaros y a la vez os recomendábais lecturas de estío. Los de la tertulia de El Barandal se desvanecían miedosos todavía de las mujeres de La Cena, de Alfonso Reyes. Todo estaba en calma y de nuevo partiste a Los Montes, donde la mirada y la risa de tus sobrinos cubrían de un halo mágico la existencia.
Cuatro de agosto, una de la tarde, entre Jaén y Granada. El volantazo hizo que el coche chocara contra el quitamiedos de la derecha. Luego, dio seis o siete trompos. Entró en la mediana y chocó contra el quitamiedos de la calzada contraria, rebotó y salió lanzado de nuevo hacia la mediana. Las adelfas y los arbustos actuaron de red que paró el vehículo. Tus padres y tú estabais vivos, rodeados de gente extraña y misericordiosa que no dejaban de ayudaros y repetir la palabra: milagro.
La Compañía de Seguros decía que os iba a llevar a la base y esa palabra hizo que tu madre llorara. Una voz salió de tu entraña: Señor - le inquiriste al chofer -, a la Clínica Santa Elena, allí nos esperan mi hermano y unos amigos médicos. Son cincuenta céntimos por kilómetro, repuso él. De acuerdo, respondiste. Y tus padres amedrentados se curaban poquito a poco de un temor primario y ancestral.
Los amigos se marchaban hacía Santander, Bruselas, Bremen y otros destinos y las escritoras de El Mono Rojo os llamabais para ayudaros y a la vez os recomendábais lecturas de estío. Los de la tertulia de El Barandal se desvanecían miedosos todavía de las mujeres de La Cena, de Alfonso Reyes. Todo estaba en calma y de nuevo partiste a Los Montes, donde la mirada y la risa de tus sobrinos cubrían de un halo mágico la existencia.
Cuatro de agosto, una de la tarde, entre Jaén y Granada. El volantazo hizo que el coche chocara contra el quitamiedos de la derecha. Luego, dio seis o siete trompos. Entró en la mediana y chocó contra el quitamiedos de la calzada contraria, rebotó y salió lanzado de nuevo hacia la mediana. Las adelfas y los arbustos actuaron de red que paró el vehículo. Tus padres y tú estabais vivos, rodeados de gente extraña y misericordiosa que no dejaban de ayudaros y repetir la palabra: milagro.
La Compañía de Seguros decía que os iba a llevar a la base y esa palabra hizo que tu madre llorara. Una voz salió de tu entraña: Señor - le inquiriste al chofer -, a la Clínica Santa Elena, allí nos esperan mi hermano y unos amigos médicos. Son cincuenta céntimos por kilómetro, repuso él. De acuerdo, respondiste. Y tus padres amedrentados se curaban poquito a poco de un temor primario y ancestral.
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