sábado, agosto 26, 2006

Sonata de Verano II

Las paredes se balanceaban como los balandros durante las galernas de Getaría. Te chocabas contra las puertas. Rábano, el neurólogo, te hizo un escáner y te tranquilizó: es normal, la desaceleración produce vértigo. La pastilla que te sacó del país inestable te llevaría a un sopor que invalidaba y los libros esperaron cerrados. Luego, te miraste en el espejo y reconociste los ojos de simio. Por primera vez, lloraste.

Antes, el nueve de agosto, quedaste con Joaco para almorzar con Nacho Fernández, el director de Literaturas.com. Nacho no apareció, pero llamó Norma para invitarte a la comida que había organizado Joaquín Pérez-Minguez en El Escorial. Le pediste el teléfono de Nacho y él te confirmó que la cita era para el día anterior. Se movían las paredes y las fechas. Joaco, te consolaba: el ABC es muy bonito y en Perú el ochenta por ciento de las veces me dejan plantado. Nacho, tampoco le dio importancia a tu equivocación. Te sentías cansada y Jorge dijo que en Biarritz te curarías.

Llegasteis a casa de Carmen y Javier, Las Ondinas. La llave estaba en el lugar de siempre. Deshicisteis las maletas y os sentastéis en el porche. Luego, Carmen vestía de rosa y Javier colocaba los palos de golf. Brindastéis con las historias del año y el recuerdo de los amigos ausentes. El Oporto y los emplastes de algas te curaron el mareo y guardaste las pastillas en la maleta. Carmen y Javier te mimaban. Cenasteis con Eugenia Niño y Gema Súñer. Tu amiga Gema, te hizo notar que el verso no era de Salinas, sino de Neruda. Te tomaste otra copita de Oporto y soñaste con la sesión de algas del día siguiente. Me gustas cuando callas, porque estás como ausente…


El quince de agosto, bajasteis con Carmen y Javier a ver los fuegos artificiales a la playa y llamasteis a los amigos que pasaban el verano en Bremen. En el 2007, estaremos todos juntos, en vuestra casa, como siempre. Una palmera de luces dorada cayó sobre vuestras cabezas y le pediste al hada de las luces efímeras que se cumpliera vuestro deseo. Antes, el cuatro de agosto, a la una de la tarde, le habías pedido a la Virgen: no dejes que nos matemos. Y te lo había concedió. Tu solicitud fue racional sin un atisbo de histeria, acaso imperativa, como meses antes habías exigido que se respetaran los derechos de tu defendida esquizofrénica. La sensación de muerte inminente como la bofetada de una ráfaga de viento helado en el rostro, es inexorable. Lucía, tu amiga teóloga, te dijo meses antes que los milagros se debían pedir con una fuerza sobrehumana, por eso había tan pocos.