Por Hanif Kureishi
“Borderline” ("En el límite"), una obra teatral que escribí en 1981. La compañía del Royal Court Theatre, donde se había estrenado, quería montar una lectura de ella como parte de los festejos de su 50º aniversario. En 1981, mi padre aún vivía. Presenció muchas representaciones, entusiasmado, riéndose de todo y, en particular, del personaje del padre que se le parecía bastante. Ahora, veinte años después, dos de mis hijos, ambos de doce años, asistieron a la lectura. No pude dejar de preguntarme qué significaría para ellos o, en verdad, para el público actual. El director de 1981, Max Stafford-Clark, quien me sugirió la idea original, había trabajado a menudo con Joint Stock, una compañía ambulante fundada por David Hare y Bill Gaskill para llevar el teatro político fuera de Londres. Max me dijo que elegirían los actores, harían el trabajo de investigación en Southall (un barrio de inmigrantes en la parte oeste de Londres) y luego, yo escribiría la obra. La compañía solía presentar las obras en escuelas, centros comunitarios y gimnasios de todo el país y finalmente, un par de meses después, en un teatro londinense, en general, el Royal Court. Era teatro político. Emergía de las fuerzas intensas, turbulentas y radicales de los años 70. En el caso de Borderline , la intención era mostrar la comunidad a través de sus diferencias de edad, opiniones políticas y esperanzas para el futuro, entretejiendo numerosos personajes y puntos de vista. Por entonces, ser contratado como autor por Joint Stock era "tener muy alto nivel", como diría Max. Yo promediaba la veintena y vivía con mi amiga, una asistente social, en un departamento municipal en Barons Court, en el oeste de Londres, junto a una línea férrea. El alquiler era bajo. Debía de recibir un subsidio por desempleo, ya que habría sido imposible que me ganara la vida escribiendo. Hasta entonces, sólo tenía en mi haber dos obras teatrales completas y muchas novelas inéditas. Entre los escritores, actores o directores caribeños de raza negra o asiáticos, eran muy pocos los que vivían de su trabajo. ¿Por qué habría de suponer que mi caso sería distinto? Todo aquello me ponía muy nervioso y con razón. Que yo supiera, era la primera obra de autor asiático que se presentaba en el escenario principal del Royal Court, un teatro famoso por su audacia innovadora. Yo sólo conocía otro dramaturgo negro: Mustapha Matura. Lo admiraba, pero sus obras eran poéticas y no documentos sociales. Para mí, los preparativos de la Joint Stock habían sido frenéticos, si no aterradores. Había contratado actores y teatros, todo estaba listo y, en seis semanas, comenzarían los ensayos, pero yo no había escrito ni una sola palabra. Apenas si empezaba a descubrir mis posibles dotes de escritor, a tratar de hallar un tema, unos personajes y las palabras que dirían. Ya estaba aprendiendo mucho de los directores con quienes trabajaba. También de los actores: no bien empezaban a hablar, saltaba a la vista la torpeza del texto. Afortunadamente, por entonces yo me esforzaba mucho, impulsado por una ambición feroz. Logré escribir la obra. Y rehacerla. Vi que ahí comenzaba el verdadero trabajo. Si hasta entonces había tenido una idea demasiado "pura" del artista, pronto aprendería que el perfeccionismo estético no era una actitud conveniente. Max era severo y preciso: me enviaba a un camarín, a escribir una escena sobre tal o cual asunto, con determinados personajes. Yo rehacía la obra a medida que la ensayábamos. Seguí haciéndolo durante la gira por todo el país, cuando la presentamos en el Royal Court e incluso después. Nunca había trabajado de ese modo. Era una habilidad importante que debía desarrollar. Me vino bien dos años más tarde, cuando trabajé con Stephen Frears en “Ropa limpia, negocios sucios” y me pidieron que rehiciera el guión en el estudio. También experimenté cierta ambivalencia respecto al procedimiento periodístico. Ya tenía material de sobra; apenas si había tratado al vuelo mi propia experiencia de muchacho británico de ascendencia asiática. ¿Por qué entrevistábamos a desconocidos en busca de material? Sin embargo, cuando empezamos a hablar con la gente, descubrí que esas conversaciones no eran pura cháchara. Eran serias (algunas nos llevaban varios días) y siempre conmovedoras. Me fascinaba escuchar a desconocidos. Era una especie de psicoanálisis burdo. Bastaba formular una pregunta simple para que nos arrastrara un remolino de recuerdos, impresiones, miedos y terrores. Me impresionó cuánto revelaba la gente acerca de sí misma, cuánto quería que otros supieran y comprendieran. La comunidad era cerrada y sustentadora, pero eso se pagaba con la inhibición y el constreñimiento. La mayoría de los actores que, este año, participaron en los ensayos y lectura de Borderline tenían menos de diez años cuando ocurrieron los disturbios en Southall. Necesitaban una rápida lección de historia. Representamos dos piezas de la época. Hablamos del monetarismo, Norman Tebbit, las Malvinas, la huelga de los mineros y los tumultos en Brixton, Bristol, Liverpool y Southall, donde trabajaban muchos asiáticos. Cuando Max me propuso el tema para Borderline , Southall acababa de convertirse en el foco del descontento y la violencia. El racismo era una experiencia cotidiana para la mayoría de los asiáticos que habitaban Gran Bretaña. Pero los personajes de mi obra se refieren con frecuencia a la posibilidad de una "invasión", algo temible y perturbador para ellos, como si ya hubiera ocurrido. En abril de 1979, la policía autorizó un mitín del Frente Nacional (fascista) en la parte asiática de Southall. Dos semanas antes, sus residentes se habían reunido con el laborista Merlyn Rees, secretario del Interior, para pedirle que lo prohibiera. En la víspera de la marcha, 5.000 personas fueron al Ayuntamiento de Ealing y entregaron un petitorio en el mismo sentido, firmado por 10.000 vecinos. Las fábricas locales acordaron un paro en señal de protesta. Rees no cedió. Alegó la libertad de palabra, aun para los fascistas. Durante la protesta subsiguiente al mitín, organizada por los asiáticos y la Liga Anti-Nazi -una pantalla del Partido Socialista Trotskista de los Trabajadores- la policía montada atacó a la multitud. También arremetió con sus coches celulares. Blair Peach, un joven maestro izquierdista, fue golpeado y muerto por el tristemente célebre Grupo Especial de Patrullaje (SPG), un impreciso cuerpo policial-militar cuya función -se decía- era apalear a la gente. La violencia desenfrenada de la policía y el número de heridos impresionaron y desilusionaron a muchos asiáticos de edad madura, que todavía respetaban a la policía y el sistema legal británicos. Entretanto, los medios presentaron los disturbios como un "ataque contra la policía". En junio de 1979, al revisar los armarios de los miembros del SPG, en uno de ellos se encontraron distintivos nazis, bayonetas y cachiporras forradas en cuero. No obstante, no sumariaron a ningún agente. Esto explica, en parte, el ambiente de miedo y paranoia en que transcurre la acción de Borderline . Por eso sus personajes dan tanta importancia a sus discusiones sobre cómo proceder social y políticamente. Pasan todo el tiempo pensando en qué país están viviendo y qué país heredarán e intentarán rehacer los jóvenes. Al releer la obra más de veinte años después, lo sorprendente para mí fue que no me extrañaran su ingenuidad ni la naturaleza de mis inquietudes personales de entonces. Desde luego, había envejecido, pero de una manera digna de atención. Sí me impresionó que los personajes hablaran tan poco de religión. En aquel tiempo y lugar, la ideología unificadora era el socialismo. Las Hermanas Negras de Southall y otros grupos feministas, así como algunas agrupaciones anarquistas y separatistas, aportaban lo suyo al debate. La obra en sí era un producto de los años 70. Habría que preguntarse a cada paso: "¿De qué modo esta escena o estas líneas promueven la causa no sólo de la obra en sí misma, sino también del movimiento social que propugnamos? ¿Qué estamos diciendo acerca de los asiáticos, las mujeres, la clase trabajadora? ¿Cómo llevamos adelante el debate?". En los años 90, el teatro político estaba muerto. Como recurso para explicar el mundo o traer noticias de partes inexploradas de Gran Bretaña, había acabado por parecer tosco. Pero en estos tiempos de mendacidad, engaño y violencia, una vez más necesitamos discutir públicamente los problemas contemporáneos. A diferencia de la mayoría de los filmes, el teatro político puede ser rápido, inmediato y adaptarse a las circunstancias cambiantes. Una década después de los disturbios en Southall, en 1989 (el año en que murió el comunismo en Europa), hubo otra manifestación significativa de los asiáticos, esta vez en el Hyde Park. No fue contra los ataques raciales o la desocupación ni, a decir verdad, contra ninguna preocupación expresada en Borderline . Fue contra la publicación de “Versos satánicos”, de Salman Rushdie. Acudieron los musulmanes de toda Gran Bretaña. Los hombres atacaron a manifestantes asiáticas (quizá pertenecientes a un grupo similar a las Hermanas Negras de Southall) que llevaban pancartas con la leyenda: "Mujeres contra el fundamentalismo". Mientras, por un lado, se acallaban estas voces disidentes y en toda la comunidad se desalentaba a los laicos y los socialistas, por el otro, emergió una gama de problemas nuevos, muchos de ellos relacionados con la idea de la palabra, los libros, la escritura, los vocablos y el lugar que ocupan, como críticos, el artista y el intelectual. En enero, mis dos hijos mayores y yo fuimos a Trafalgar Square, a mirar la manifestación de nuestra comunidad contra otras blasfemias. Esta vez, eran las caricaturas. Pese a nuestros nombres y ascendencia musulmanes, no teníamos cabida en las protestas y las críticas no parecían ser bienvenidas. Por la misma época, bajo la Ley Antiterrorista, uno de los jóvenes actores que había participado en la lectura de Borderline , así como en el film de Michael Winterbottom sobre la bahía de Guantánamo, fue arrestado, maltratado y retenido en Heathrow. Regresaba del Festival de Berlín, donde el film de Winterbottom había ganado el Oso de Plata. Durante los diez años transcurridos desde los disturbios en Southall hasta la manifestación contra Versos satánicos , nuestra comunidad fue politizada por el extremismo islámico. Era un proceso que venía desarrollándose en todo el mundo musulmán desde la descolonización. Esta versión del islam impuso una identidad solidaria a una comunidad sitiada. Llegó a significar la rebelión, la pureza, la integridad. Pero también fue una trampa. Una vez adoptada, esta ideología trajo aparejadas muchas restricciones, enclaustró a la comunidad y la separó de posibles fuentes de creatividad: la disidencia, la crítica, la sexualidad. Sólo se podía hablar de política dentro de sus parámetros. Su autoritarismo, sofocante para los de adentro y fascistoide para los de afuera, rechazó el liberalismo que la comunidad, precisamente, necesitaba para prosperar en el mundo moderno. Fue trágico: lo que había protegido a la comunidad contra el racismo y la desintegración acabó por tiranizarla.
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