INSPIRACION OCNOS, LAS VIEJAS
La señora Josefa dejó de llamarte los domingos para li misa de doce. Ahora, te susurró la portera en la esquina de atrás, las viejas no hacen sin presinarse en corro. Que si una te vio desde el patio poniendo rosas rojas en un jarrón, que si sonríes mirando el escaparate de la casa francesa. Vestidos tan cortos mire usted, me dio transparente, cosidos a remache con piedras en la cintura. Frente al espejo del cuarto, te arrodillabas. Los años habían sido pensamientos encerrados. Caja de galletas con sueños secretos: Una tarjeta de la torre Eiffel que rescataste de la hondonada del mercado, frasco lodado de perfume que nunca quisiste acabar, bote de maquillaje Maderas de Oriente que nunca estrenaste.
Las viejas quitaron tu silla, mudaron las noches al fresco al fondo del callejón. Cada noche, al volver, silencio de portal, bulto de escapularios y miradas negras al fondo. Ojos de vidrio que no miraban sino tu sombra. Que si ahora andabas en tacones por la casa, qui si no colgabas ya la ropa en cuerdas para que no viesen el chal de tul que un viudo feriante de Valencia te había regalado.
Las últimas horas de aquel verano fueron soledades felices. Rato en la tienda tocando las solapas de las Mil y una noches. La espera en el salón, ojos cerrados mientras la peluquera aclaraba tu cabello. El trasluz salmón del Victoria, sabor de azúcar en las yemas de los dedos, leche fría, a lo lejos ruido incesante de trenes. Te desplomaste nada más quitarte el abrigo. Imágenes en agua sorda, frente al espejo. Las trenzas cortadas al recibir la comunión, el velo negro tras la guerra, las llagas en los costales de cortar cada sarmiento seco de la vid, la voz de tu madre acercándose a tus inviernos de fiebres.
Tuviste como tendrían todas, pésame de claveles blancos y camino prendido de velas. Solemne silencio, oraciones inacabables, silencio. Luego una de ellas se ató el pañuelo a la garganta, rozó el ataúd, llegó a sonreír. Qué le habrían puesto, zapatos de charol o iría descalza. A quién habrá dejado los pendientes de coral que había vuelto a ponerse. Otra suspiró cerrando las manos, quién habitaría la casa. Rogamos que no sean forasteros, tan ruidosos, tan sucios siempre, tan raros siempre. Mejor sería la casa cerrada, contestó la última, yo podría regar sus plantas tarde sí tarde no, yo podría lavar las baldosas cada verano. Quién habría traído esa corona tan grande, fregaría la alacena, recortaría el sol bajando las persianas, una casa enorme, serán flores lacadas no pueden brillar tanto ¿entonces creéis que descalza? Jesús, casa tan grande, no, loca puede pero no descalza.
Las viejas quitaron tu silla, mudaron las noches al fresco al fondo del callejón. Cada noche, al volver, silencio de portal, bulto de escapularios y miradas negras al fondo. Ojos de vidrio que no miraban sino tu sombra. Que si ahora andabas en tacones por la casa, qui si no colgabas ya la ropa en cuerdas para que no viesen el chal de tul que un viudo feriante de Valencia te había regalado.
Las últimas horas de aquel verano fueron soledades felices. Rato en la tienda tocando las solapas de las Mil y una noches. La espera en el salón, ojos cerrados mientras la peluquera aclaraba tu cabello. El trasluz salmón del Victoria, sabor de azúcar en las yemas de los dedos, leche fría, a lo lejos ruido incesante de trenes. Te desplomaste nada más quitarte el abrigo. Imágenes en agua sorda, frente al espejo. Las trenzas cortadas al recibir la comunión, el velo negro tras la guerra, las llagas en los costales de cortar cada sarmiento seco de la vid, la voz de tu madre acercándose a tus inviernos de fiebres.
Tuviste como tendrían todas, pésame de claveles blancos y camino prendido de velas. Solemne silencio, oraciones inacabables, silencio. Luego una de ellas se ató el pañuelo a la garganta, rozó el ataúd, llegó a sonreír. Qué le habrían puesto, zapatos de charol o iría descalza. A quién habrá dejado los pendientes de coral que había vuelto a ponerse. Otra suspiró cerrando las manos, quién habitaría la casa. Rogamos que no sean forasteros, tan ruidosos, tan sucios siempre, tan raros siempre. Mejor sería la casa cerrada, contestó la última, yo podría regar sus plantas tarde sí tarde no, yo podría lavar las baldosas cada verano. Quién habría traído esa corona tan grande, fregaría la alacena, recortaría el sol bajando las persianas, una casa enorme, serán flores lacadas no pueden brillar tanto ¿entonces creéis que descalza? Jesús, casa tan grande, no, loca puede pero no descalza.
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