Lo se.
Lo se, debería comenzar por pedir disculpas o bien por decir “hola”. Bueno, bien. Ahí va: disculpas por la más que larga ausencia del “otro lado del mundo”. No obstante: here I am, once again.
Por el momento, la cabeza anda todavía llena de lo sentido y visto en una pequeña incursión a otro lado del mundo. En esta ocasión un mundo bien real, ya os contaré. Es por ello que hasta que no se asiente todo lo visto, todo lo olido y todo lo sentido tengo una especie de neutra situación en la cual fabular me resulta complicado. Acabé, al menos por el momento el relato. Elaboré “un proyecto de lista”. Me despedí en el mundo real de todas y marché. Ya de regreso, pero aún al borde del mar me vuelvo a acercar a este “otro mundo” y tengo la sensación de que pronto volveré a fabular. Mientras y para empezar ahí os dejo un relato de alguien que sabe y que al leerlo he sentido que es un buen relato que más de uno de los componentes de mi grupo debieron de leer antes de viajar. Quizá hubieran hablado menos y pensado más. Ahí va:
El eclipse.
Cuando fray Bartolomé Aráosla se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar, se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
- Si me matáis –les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad de
Sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y espero confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Agusto Monterroso. Guatemala, 1924. Escritor, profesor y diplomático.
Comentar nada más la exquisita ironía que destila el relato, por otro lado absolutamente vigente, os lo puedo asegurar.
Por el momento, la cabeza anda todavía llena de lo sentido y visto en una pequeña incursión a otro lado del mundo. En esta ocasión un mundo bien real, ya os contaré. Es por ello que hasta que no se asiente todo lo visto, todo lo olido y todo lo sentido tengo una especie de neutra situación en la cual fabular me resulta complicado. Acabé, al menos por el momento el relato. Elaboré “un proyecto de lista”. Me despedí en el mundo real de todas y marché. Ya de regreso, pero aún al borde del mar me vuelvo a acercar a este “otro mundo” y tengo la sensación de que pronto volveré a fabular. Mientras y para empezar ahí os dejo un relato de alguien que sabe y que al leerlo he sentido que es un buen relato que más de uno de los componentes de mi grupo debieron de leer antes de viajar. Quizá hubieran hablado menos y pensado más. Ahí va:
El eclipse.
Cuando fray Bartolomé Aráosla se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar, se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
- Si me matáis –les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad de
Sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y espero confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Agusto Monterroso. Guatemala, 1924. Escritor, profesor y diplomático.
Comentar nada más la exquisita ironía que destila el relato, por otro lado absolutamente vigente, os lo puedo asegurar.
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