miércoles, enero 17, 2007

Cacos navideños, Clarence y Mefistófeles

He recibido una carta de Objetos Perdidos en la que me comunican que tienen la cartera que me robaron en Navidad. Cuando voy a recogerla, una amable funcionaria se congratula de lo afortunada que soy por haber recuperado el carnet de identidad y el de conducir, aunque no haya ni rastro del dinero ni de las tarjetas de crédito. A lo largo del día, oigo muchas veces más el mismo comentario, aumentado por largas disquisiciones sobre la nobleza castiza del ladrón de pro que tira la cartera al metro en lugar de quedársela. ¿Es síndrome de Estocolmo esto?, me pregunto. No comprendo bien esta nueva visión del mundo consistente en alabar esta displicencia del delincuente. Como si, parafraseando a Mefistófeles, queriendo hacer el mal, hiciese el bien. Y como Mefistófeles y Fausto me han acompañado durante las navidades y de ellos platicamos durante nuestras librescas reuniones, no he podido dejar de compararlos con "Qué bello es vivir", la película de Frank Capra que vive conmigo desde que tenía doce años y que veo absolutamente todas las navidades. Como no leo "Fausto" con la misma frecuencia, no había reparado en la similitud, quizás casual, o no, que existe entre estas obras aparentemente tan distintas. En "Qué bello es vivir", Dios se reúne con San José y otras celebridades celestiales para evitar el suicidio de George Bailey, sufrido ciudadano al borde de la quiebra y el deshonor, y entre todos deciden enviar a Clarence, ángel sin alas de segunda clase, pero con la sana fe de un niño, para que impida el desastre. Curiosamente, Clarence no elige un camino fácil para disuadir a su protegido, pues le muestra la ciudad deshumanizada tal y como hubiera sido sin él. Y lo peor de todo, no existir, no haber dejado huella y, como dijo Unamuno, no sentirse, no serse. Si la película no estuviera narrada en clave de humor habría sido terrorífica. Pero para bien de los espectadores y de la propia historia, Capra eligió el mejor modo de relatarla, como también lo hizo Goethe con la suya y su Fausto a punto de tomar la misma fatal decisión de quitarse de en medio por pura insatisfación. En este caso es Mefistófeles quien va de visita a casa de Dios. Parece evidente que anda rumiando la posibilidad de robarle un alma, pero es tan aburrido atormentar a esos hombres en sus días de miseria que hasta se le han quitado las ganas. "¿Conoces a Fausto", le pregunta Dios, como quien no quiere la cosa, o más bien, como si ni siquiera Mefistófeles pudiese atrapar a hombre tan sabio y recto. Los arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel guardan cauto silencio. Ya los conocemos de los cuadros medievales. Tienen ojos en las alas porque son los vigilantes de Dios y nada se les escapa. Mefistófeles acepta el reto, ¡qué festín mental apoderarse del alma de Fausto!, y parte presto a perseguir a su víctima. Un ángel contra la desesperación y un demonio contra la insatisfacción vital. Nada más sabio. ¿O es que Dios no puede tentar sutilmente al diablo para recuperar a sus hombres perdidos?
Pienso ahora si no habría podido hacerme el pequeño milagro de que no me robasen la cartera. Pero creo que no, los milagros son para casos desesperados o de insatisfacción absoluta. Quizás se lo haga al ladrón.

Sabueso.

1 Comments:

Blogger Efímera said...

Enhorabuena por tu entrada, que considero estructuralmente perfecta: una mezcla de diario personal y reflexión libresca.También por haber recuperao tus documentos, así sabes que no los están utilizando las chicas de Santi Potros.

3:02 p. m.  

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