viernes, diciembre 23, 2005

En Halifax

"En Halifax, escribe su hombre, había, hasta que fue retirada en el reinado del rey Jaime I, una máquina de ejecuciones que funcionaba del modo siguiente. Al condenado lo ponian con la cabeza en la base o cuenco del cadalso. Luego el verdugo sacaba de un golpe un perno que sujetaba en alto una chuchilla enorme. La cuchilla bajaba por un marco tan grande como una puerta de iglesia y decapitaba al hombre tan limpiamente como un cuchillo de carnicero.
Sin embargo, era costumbre que, si entre el instante de sacar el perno y el momento en que bajaba la cuchilla, el condenado conseguía ponerse de pie de un salto, bajar corriendo la colina y cruzar el rio a nado sin que lo volviera a coger el verdugo, se lo dejaba libre. Pero en todo los años que estuvo la máquina en Halifax tal cosa nunca sucedió.
El -no su hombre sino él- está sentado en su habitación junto a los muelles de Bristol, leyendo esto. Se está haciendo mayor. Ya casi se puede decir que es un anciano. La piel de su cara, que el sol del trópico casi habia ennegrecido antes de que se fabricara una sombrilla de hojas de palmera o sabal para protegerse, se ha vuelto más pálida, aunque sigue siendo tan correosa como el pergamino. En la nariz tiene una llaga causada por el sol que no se le cura.
Todavía tiene la sombrilla en su habitación, de pie en una esquina, pero el loro que regresó con él ya falleció. "¿ Pobre Robin !" -chillaba el loro posado en su hombro-, ¡ pobre Robin Crusoe ! ¿Quien salvará al pobre Robin?". Su esposa no soportaba las lamentaciones del loro día si y día también. "Le rotorceré el cuello", decía, pero no tenía valor para hacerlo. Cuando volvió a Inglaterra de su isla con el loro, la sombrilla y el cofre lleno de tesoros, vivió tranquilo una temporada con su anciana esposa en la finca que había comprado en Huntingdon, ya que se había convertido en un hombre rico, y se enriqueció todavía más cuando se imprimieron sus aventuras. Pero los años en la la isla, y luego los años de viajes con su sirviente Viernes (pobre Viernes, solamente el de él) hicieron que la vida de terrateniente le resultara aburrida. Y, si hay que ser francos, la vida de casado también le decepcionó amargamente. Se descubrió a sí mismo retirándose cada vez más a menudo a los establos, con sus caballos, que por fortuna no hablaban por los codos, sio que relinchaban suavemtne cuando llegaba para mostrar que lo reconocían y luego se quedaban callados.
Tras regresar de su isla, donde hasta la llegada de Viernes había vivido en silencio, le dio la impresión de que en el mundo se hablaba demasiado. Cuando estaba junto a su mujer en la cama le parecía que le estaban lloviendo guijarros sobre la cabeza, con un repiqueteo constante, cuando lo único que él deseaba era dormir.
Así que cuando su anciana mujer pasó a mejor vida se vistió de luto pero no se apenó. La enterró y, transcurrido un lapso de tiempo decente, ocupó una habitación en la posada The Jolly Tar en los muelles de Bristol, dejando las propiedades de Huntingdon a cargo de su hijo. unicamente se llevó consigo la sombrilla de la isla que lo había hecho famoso, el loro muerto y disecado sobre su percha y uns pocos artículos de primera necesidad, y allí es donde ha vivido desde entonces, paseando de día por los muellesm mirando al oeste por encima del mar, ya que todavía tiene buena vista, y funmando en pipa. En cuanto a las comidas, se las hace subir a la habitación, pues después de haberse acostumbrado a la soledad de la isla ya no le agrada estar con gente.
No lee -ha dejado de gustarle-, pero la escritura de sus aventuras le infundió la costumbre de escribir y eso le proporciona un recreo bastante grato. Por las tardes, a la luz de las velas, saca sus papeles, afila las plumas y escribe un par de páginas de su hombre, el hombre que envía informes sobre los patos reclamo de Lincolnshire, sobre la gran máquina letal de Halifax, la que permite huir si antes de que caiga la atroz cuchilla uno puede ponerse de pie de un salto y bajar corriendo la colina, y sobre otras muchos cosas. Desde todos los sitios que visita envía informes. Esa es la ocupación principal de su atareado hombre.
Paseando junto a los muros del puerto reflexiona sobre la máquina de Halifax, él, Robin, a quien el loro llama "probre Robin", deja caer un guijarro y escucha. Un segundo, menos de un segundo, tarda la pieda en llegar al agua. La gracia de Dios es rápida, pero ¿acaso no lo es más una cuchilla enorme de acero templado, más pesada que una roca y engrasada con sebo? ¿Cómo se puede escapar de ella? ¿Y qué clase de hombre puede dedicarse a ir de un lado para otro por todo el reino, de un espectáculo de muerte a otro (apaleamientos, decapitaciones), enviando informes tras informe?.
Un hombre de negocios, se dice así mismo. Imaginemos que sea un hombre de negocios, un mercader de granos o de pieles. O un fabricante y abastecedor de tejas de algún lugar donde abunde la arcilla, como por ejemplo Wapping, forzada a viajar mucho por razones de trabajo. Que sea próspero, que tenga una mujer que lo quiera y no hable mucho y le de hijos, sobre todo hijas. Que goce de una falicidad razonable, pero que esta se acabe de golpe. Un invierno crece el Támesis y se lleva por delante los hornos donde se cocian las tejas, o bien los graneros, o la curtiduria. Su hombre se arruina. Los acreedores desciende sobre él como moscas o cuervos. Se ve obligado a abandonar su casa, a su mujer y a sus hijas y buscar refugio en la zona más pobre de Beggars Lane bajo un nombre falso y disfrazado. Y que todo esto -la crecida del rio, la ruina, la huida, la miseria, los harapos y la soledad-, que todo esto sea una representación del naúfragio y de la isla donde él, el pobre Robin, paso veintiséis años aislado del mundo y estuvo a punto de enloquecer (realmente, ¿quién puede decir que hasta cierto punto no enloqueció?).
O bien que el hombre sea un talabartero con una casa y un taller en Whitechapel, un lunar en la barbilla y una mujer que lo ame y no hable mucho y le dé hijos, sobre todo hijas, y le reporte una gran felicidad, hasta la llegada de la peste a la ciudad. Corre el año 1665 y todavía no ha tenido lugar el Gran Incendio de Londres. La peste desciende sobre Londres: día a día, parroquia a parroquia, el recuento de las víctimas crece entre los pobres y los ricos, porque la peste no distingue clases sociales, y toda la fortuna mundana del talabardero no lo va salvar. Así que envía a su mujer y a sus hijas al campo hace los planes para escapar él también, pero al final no se marcha. "No temerás a los horrores de la noche -lee cuando abre la Biblia por una página al azar-, ni a la flecha que vuela de día. Ni a la pestilencia que camina en la oscuridad, ni a la destrucción que arrasa a medio día. Un millar caerán a tu lado, y diez mil a tu derecha, pero a tí no te tocará el mal".
Alentado por esa señal, una señal que es como un salvoconducto, se queda en la ciudad aquejada de la enfermedad y empieza a escribir informes. "Me encontré con una multitud en la calle -escribe-, en medio de la cual una mujer señalaba al cielo. "¡Mirad!", gritó la mujer, "¡un angel vestido de blanco empuñando una espada de fuego!" Y toda la multitud comenzó a asentir. "Lo es, es cierto" dijeron. "¡Un angel con una espada!" Pero él, el talabartero, no vió a ningún ángel y tampoco ninguna espada. Lo único que vió fue una nube de forma extraña que brillaba más por un lado que por el otro, como resultado de la luz del sol.
"¡Es una alegoría"!, gritó la mujer de la calle, pero él no vió nada parecido a una alegoría. Eso dice su informe.
Otro día, mientras camina junto al... en Wapping, su hombre, el que antes era talabartero pero ahora carece de ocupación observa cómo una mujer llama desde el umbral de su casa a un hombre que rema ..."
Peter Pan cree haber reconocido a Robinson Crusoe ya un tanto mayor con poca capacidad para comunicarse con los demás y que desde su retiro recibe crónicas "de su hombre". Un Robinson viudo y sólo quizá un poco trastocado de cabeza que aislado escribe crónicas de las crónicas que recibe de "su hombre". Un hombre, su hombre del que sólo sabemos lo que Robin imagina. ¡¡ Jesús qué complicadas son las historias de fuera de aquí !! Y sí, comparte con Efímera esto de que la "culpa" da para mucho, como da para mucho la soledad . Será un talabartero o bien un hombre de negocios. ¿Quién es "su hombre"?