jueves, febrero 01, 2007

Los calcetines también cuentan historias

Entre tanta noticia desdichada, los calcetines agujereados del presidente del Banco Mundial han llenado de regocijo a los televidentes. Y más aún a los cámaras, que se tiraron al suelo para captarlos en todo su esplendor. Aquí acaba su misión, mostrar la imagen desusada, única, y comienza la del narrador, que recuerda las consignas para enfrentarse a un relato. Un solo tema, aislarlo. Saber quién es el personaje; qué piensa y qué le hace sufrir, por insignificante que pueda parecera primera vista .

Era el embajador de un país muy próspero que acababa de incorporarse a ese puesto con el que tanto había soñado. Por la mañana se vistió con todo esmero, recordando al homúnculo. Todo en orden. No olvidar el pañuelo. Caramba, qué pequeños eran aquellos calcetines y además, tiesos, apelmazados. Evidentemente, habían vuelto a lavarlos en un programa de agua demasiado caliente. Estiró el dedo gordo y la uña dilató la lana, que crepitó ligeramente. Quizás debía cambiárselos, pero llamaron desde el telefonillo para recordarle que el coche oficial le esperaba, así que se ató los cordones de los zapatos y bajó sin más dilación.
Se entrevistó con varios dirigentes, recorrió los museos más importantes de la ciudad y cuando salía de los aposentos ministeriales en los que le habían obsequiado con un exquisito refrigerio, sintió una molesta rozadura como de cuero en la uña del dedo gordo del pie. Mejor dicho, de los dos pies. Aunque en el izquierdo sólo era como una especie de desnudez. Suspiró de alivio al entrar en el coche y tras unos momentos de relax, el ministro del país anfitrión le recordó que aún tenían que visitar la mezquita. El embajador asintió con los párpados medio cerrados, estiró y encogió los dedos de los pies y al minuto se enderezó en el asiento. Una oledada de calor le pegó la camisa a la espalda y se miró los zapatos negros, convertidos ahora en cancerberos feroces e inexpugnables. Rascó de nuevo con la uña. Demasiado duro y frío para ser lana. Miró los calcetines del ministro, nuevos, de hilo, bien estirados, y también los del subsecretario, de canalé gris, tan elásticos. Los dos le sonreían amistosos. Volvió la cabeza hacia la calle llena de rótulos escritos en aquella lengua que había estudiado durante diez años. Mercería, ¿cómo se decía mercería? Aplastó la nariz contra el cristal ahumado, pero iban a demasiada velocidad. Aun así vislumbró varias tiendas de ropa de caballero; nunca había pensado que aquéllos lugares de grato esparcimiento irían a convertirse en el único objetivo de su vida. ¿Le gustaba al embajador la ropa? El ministro y el subsecretario le miraban regocijados. Ya tendrían tiempo de visitar algunas tiendas selectas después de visitar la mezquita. La mezquita. Les sonrió con desmayo. Quizás sólo fuese uno, lo que sería en cierto modo justificable, pero encogió el dedo, sin valor para comprobarlo. Ya llegaban. Se encendieron los flashes, bajó del coche. Ahora, quítese los zapatos, por favor. Todas las cámaras se abalanzaron. Había tenido pesadillas peores, pero desgraciadamente, ésta ni siquiera era un sueño.

Y aquí termina el relato del embajador, que, como todo relato, es ficción y cualquier parecido que pueda guardar con la realidad es pura coincidencia.

1 Comments:

Blogger Efímera said...

Que se lo digan a mi amiga x, que cuando el agente de aduanas le pidió que se quitara la bota por razones de seguridad en el aeropuerto K de NY, ella se negó. Obligada por la afroamericana obesa y por la mirada de consternación de su marido, no le quedo más remedio que sacarse la campera. Una uña roja como una sirena, sacaba la cabeza entre la lana gris. Y sus hijos: mamá, tienes un agujero.En todo caso, me ha gustado mucho tu historia, podemos inagurar la crónica del calcetín.

12:33 p. m.  

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