La Eternidad
Poseía cuando niño una ciega fe religiosa. Quería obrar bien, más no porque esperase un premio o esperase un castigo, sino por instinto de seguir un orden bello establecido por Dios, en el cual la irrupción del mal era tanto un pecado como una disonancia. Más a su idea infantil de Dios se mezclaba insidiosa la de la eternidad. Y algunas veces en la cama, despierto más temprano de lo que solía, en el silencio matinal de la casa, le asaltaba el miedo de la eternidad, del tiempo ilimitado.
La palabra siempre, aplicada a la conciencia del ser espiritual que en él había, le llenaba de terror, el cual luego se perdía en vago desvanecimiento, como un cuerpo tras las asfixia de las olas se abandona al mar que lo anega. Sentía su vida atacada por dos enemigos, uno frente a él y otro a sus espaldas, sin querer seguir adelante y sin poder volver atrás. Esto, de haber sido posible, es lo que hubiera preferido: volver atrás, regresar a aquella región vaga y sin memoria de donde había venido al mundo.
¿Desde qué oscuro fondo brotaban en él aquellos pensamientos? Intentaba forzar sus recuerdos, para recuperar conocimiento de dónde, tranquilo e inconsciente, entre nubes de limbo, le había tomado la mano de Dios , arrojándole al tiempo y a la vida. El sueño era otra vez lo único que respondía a sus preguntas. Y esa tácita respuesta desconsoladora él no podía comprenderla entonces.
La palabra siempre, aplicada a la conciencia del ser espiritual que en él había, le llenaba de terror, el cual luego se perdía en vago desvanecimiento, como un cuerpo tras las asfixia de las olas se abandona al mar que lo anega. Sentía su vida atacada por dos enemigos, uno frente a él y otro a sus espaldas, sin querer seguir adelante y sin poder volver atrás. Esto, de haber sido posible, es lo que hubiera preferido: volver atrás, regresar a aquella región vaga y sin memoria de donde había venido al mundo.
¿Desde qué oscuro fondo brotaban en él aquellos pensamientos? Intentaba forzar sus recuerdos, para recuperar conocimiento de dónde, tranquilo e inconsciente, entre nubes de limbo, le había tomado la mano de Dios , arrojándole al tiempo y a la vida. El sueño era otra vez lo único que respondía a sus preguntas. Y esa tácita respuesta desconsoladora él no podía comprenderla entonces.
Ocnos, de Luis Cernuda
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