sábado, julio 14, 2012

La ciudad y los perros


El Leoncio Prado funciona como un universo concentracionario, como un mundo de límites perfectamente establecidos. El Colegio nos da acceso a la vida de un grupo de internos (adolescentes que cursan su último año de secundaria) sometidos a una educación  militarizada, que aspira a "hacerlos hombres" a través de una declarada imitación de las virtudes castrenses , en el fondo muy afincada en el culto latinoamericano del machismo,y de la implantación de una disciplina absolutamente vertical, monolítica. Esto crea un sistema de vida, una jerarquización cada vez más abstracta, dentro de la cual el alumno es meramente un número y ese número, uno entre muchísimos. El rigor de esos moldes puede llegar a extremos ridículos: cuando Alberto quiere confiarse al teniente Huarina y hacerle una "consulta moral", éste le exige reglamentariamente : "Nombre y sección (p.18), antes de darle un consejo "¡Consultas morales! Es usted un tarado...Es usted un tarado, qué carajo. Vaya hacer su servicio a la cuadra . Y agradezca que no lo consigno"(p.19). Bajo el sistema educativo del Colegio, todo tiende a perder su rostro, toda excepción o individualidad se esfuma, y los cadetes se convierten en simples objetos de órdenes, permisos y castigos. La sustancia de la vida estudiantil -y aun de la vida a secas- ha sido absorbida y la disciplina se ha transformado en un fin en sí mismo. Ya no forma: deforma. Aquí se produce el primer signo de desajuste entre la realidad  y su proyecto: el mundo del Leoncio Prado se rige exactamente como su propia contraimagen (es los contrario de lo que debe ser) tan consistente que parece imposible desenmascararla: es su segunda naturaleza. Esos signos de impostura forman una extensa cadena a través del libro.     

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