sábado, mayo 26, 2007

Laborare stanca


A las siete de la tarde mi jefe dice que quiere reunirse conmigo. Las siete es mi hora de salida y aunque frunzo el ceño me quedo. Tres horas antes me advirtió que no dijera los nombres de los clientes en alto, porque había espías en la oficina. También me lo había dicho el día anterior. Luego se puso a hablar en alto con mis otros colegas y repitieron a gritos el nombre de varios clientes. Le miré a los ojos y él me preguntó: qué pasa. Por favor, aclárame cuál es el protocolo: se nombran o no, le contesté en voz muy baja. Se quedó callado y después se puso de pie. Mi jefe es alto y flaco; se parece a Fred Astaire, pero en calvo. Comenzó a contar una historia. En el año sesenta y tres era vendedor de libros, el mejor, según él, de la compañía donde trabajaba. Un día, los compañeros le invitaron a un café; cuando se lo bebió, él dijo que se marchaba a cerrar un pedido a una carpintería. Los compañeros insistieron en que se tomara otro; y así, varias veces. Por fin pudo llegar a la carpintería y el carpintero le dijo: he cerrado el pedido con otro vendedor, uno pelirrojo, que venía de su parte. Puse cara de no entender por qué me había soltado ese rollo.

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