sábado, diciembre 31, 2005

SOBRE LA MUERTE, SOBRE CARVER: 2 ROSAS ROJAS


Marie Sklodowska, conocida como Marie Curie, tenía 40 años. Tras la muerte de su marido, Pierre, su vida había quedado reducida, aun más si cabe, a ir de casa al laboratorio y del laboratorio a casa. La vida del Paris de principios del siglo XX nunca llegó a tener un excesivo atractivo para Marie. Cuando le comunicaron que le habían concedido el premio Nóbel de investigación, por segunda vez en su vida, no alteró en nada sus tareas, acudió a almorzar al comedor de la universidad, a su laboratorio y dependencias, como todos los días.
Ni lo dijo entre sus colaboradores, ni comentó con ellos la noticia. Su vista fallaba y su piel estaba cada vez más quemada, a ella le parecía que cualquier momento no empleado en su trabajo era tiempo robado a la ciencia.

Pierre Curie, su difunto marido, decía que el carácter de Marie siempre había sido reservado, no tanto por la dificultad del idioma, como por saber que, en Paris, se referían a ella a como “la polaca”, y a Marie siempre le dolió el saberse extranjera en Francia. Aquellos que les trataron coincidían en decir del matrimonio Curie que estaban unidos por unos lazos sólidos, que trenzaban el amor con la camaradería y la confianza mutua. Pierre no dudaba en manifestarle su cariño a su esposa en los más mínimos detalles y en la mesa de trabajo de ésta nunca faltaron 2 rosas rojas frescas.

Aquel día del mes de marzo, cuando Marie salió del laboratorio para dejar enfriar la última mezcla, una garra le oprimió el corazón. Entonces pensó en Pierre y sintió su ausencia. Lamentó que no les hubieran concedido el premio en vida de él. Hubieran hecho tantos planes juntos…

Tal vez con Pierre hubiera avanzado más rápido.

Irene, su hija mayor, se había convertido en su más fiel colaboradora, no se separaba de ella ni un momento, vivía igualmente entregada al trabajo, como su madre, pero una cierta ansiedad crecía día a día en su interior al verla envejecer y seguir exponiéndose a los dañinos rayos descubiertos.
Según decía la autora de su más completa biografía, su 2ª hija, Eve, entre la fama y el reconocimiento y el trabajo riguroso y anónimo, su madre siempre había elegido lo segundo.

Marie sabía que estaba participando en una carrera contra el tiempo. No estaba dispuesta a desperdiciar ni un solo momento. Siempre pensaba que más adelante podría llorar a su querido Pierre como se merecía. Pero su trabajo seguía absorbiéndole más y más horas, más y más dedicación, como un amante celoso que exige presencia continua.

De vuelta a la sala oscura, atravesando el pequeño jardín central y antes del patio de ladrillo, su vestido se quedó enganchado con un pequeño rosal del que brotaban, en repuesta al tímido sol de marzo, capullos de rosas rojas. París siempre responde agradecido al primer rayo de sol de la primavera.

Se agachó con fastidio para soltar la falda: cuánto odiaba estos ropajes pesados que vestían las mujeres. Hubiera deseado poder vestirse como su querido Pierre: cómodo y ligero, y desenvolverse en el laboratorio a sus anchas.
Sin darse cuenta cayó al suelo y allí quedó desmayada unos segundos, minutos… no sabía cuanto tiempo, por suerte nadie se había percatado: sólo le faltaba caer enferma ahora.

Cuando atravesó la galería, se cruzó con el hijo del jardinero, un joven al que veía a menudo en la puerta del laboratorio o asomado a las ventanas, con sus tijeras de podar en la mano y el sombrero de paja raída ligeramente ladeado.

Robert le preguntó si se encontraba bien, al tiempo que se descubría, Marie pensó que la pregunta iba dirigida a otra persona, solo al insistir se dio por aludida: Naturalmente, y porqué no iba a encontrarme bien?

1 Comments:

Blogger Efímera said...

Querida Paloma: Me gusta mucho tu Madame Curie. Enhorabuena.

9:02 p. m.  

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