UN HOMBRE, UN ESCRITOR Y UN PESCADOR CABAL
Con la sensación de desamparo que me deja la marcha de Miguel Delibes, y que temo tardará en disiparse, no me resisto a dejar constancia en el blog de la enorme admiración que desde hace muchos años he sentido por él. Como hombre y como escritor han sido ya muchos los que brillantemente le han rendido homenaje en estos días pasados y sería presunción por mi parte siquiera intentarlo, pues no dispongo ni de la proximidad de trato ni de los conocimientos necesarios para ello. Me conformaré por tanto, tratando modestamente de emular su gusto de castellano viejo por la palabra justa, con sugerir que a mi parecer el adjetivo que mejor le cuadra es el de cabal, casi en todas las acepciones que para esta voz da el diccionario de la RAE, y sin duda en estas tres: Ajustado a peso y medida// Excelente en su clase// Completo, exacto, perfecto. Un hombre cabal y un escritor cabal.
Pero no es su vertiente humana ni la literaria la que yo quiero destacar. Mucho se ha ensalzado la especial predilección de Delibes por la Naturaleza como marco de la vida humana, haciendo especial hincapié en su afición de cazador, pero muy poco se conoce de la de pescador, de pescador de trucha, que es, personalmente, la que me hizo sentirme más unido a él. Y no es que sea de extrañar que su afición a la caña sea casi desconocida, pues si bien dedicó cuatro o cinco libros y unos cuantos relatos a la caza, tan sólo uno, que no aparece nunca en las bibliografías al uso, tiene por objeto la pesca: “Mis amigas las truchas (Del block de notas de un pescador de ribera)”, que recoge las impresiones de sus salidas de pesca entre los años 1972 y 1976. Y en él muestra, como no podía ser menos, la cualidad de cabal que le adornaba en todo cuanto hacía. No es un libro en el que la calidad literaria alcance, en mi modesta opinión, las cotas de sus obras más depuradas, fundamentalmente porque, como el autor aclara en el prólogo, su intención es otra, pero es un libro de don Miguel y como muestra este botón:
“...la sorpresa de la jornada me la proporcionó la anochecida, la hora en la que todo es posible en el Rudrón, cuando los buitres se recogen en las grietas más altas de las escarpas y los últimos grillos inician en las brañas de la ribera su canción crepuscular. A tal hora, el río se puebla de sombras y las orillas se cargan de misteriosos presagios. Para mayor aliciente, el viento cesó, lo que me permitió medir y recortar mis varadas. Y, precisamente, en una de ellas, rozando un peñasco que divide el río en dos, adiviné más que vi la sombra furtiva de una trucha de gran tamaño en pos de la cuchara. Me ceñí al sauce que me ocultaba e imprimí un frenazo al artilugio, pero la cucharilla terminó su recorrido sin que la trucha se decidiera a morder. Entonces sucedió algo que inevitablemente pone temblón al más pintado: el bicho, seducido, fondeó a metro y medio de la orilla, cara a la corriente, coleando pausadamente, como diciéndose que la próxima oportunidad no la desaprovecharía. Rígido, componiendo la figura, mediante un imperceptible movimiento de muñeca, lancé la cuchara cuatro metros arriba del pez, calculando para que en el recorrido de regreso, le pasase a un palmo de los morros. En el instante supremo contuve el aliento, pero, ante mi asombro, la trucha no hizo por el engaño. Por tres veces repetí la operación sin ningún éxito y, a la cuarta, menos precisa, se produjo lo inesperado...”.
Pero no es su vertiente humana ni la literaria la que yo quiero destacar. Mucho se ha ensalzado la especial predilección de Delibes por la Naturaleza como marco de la vida humana, haciendo especial hincapié en su afición de cazador, pero muy poco se conoce de la de pescador, de pescador de trucha, que es, personalmente, la que me hizo sentirme más unido a él. Y no es que sea de extrañar que su afición a la caña sea casi desconocida, pues si bien dedicó cuatro o cinco libros y unos cuantos relatos a la caza, tan sólo uno, que no aparece nunca en las bibliografías al uso, tiene por objeto la pesca: “Mis amigas las truchas (Del block de notas de un pescador de ribera)”, que recoge las impresiones de sus salidas de pesca entre los años 1972 y 1976. Y en él muestra, como no podía ser menos, la cualidad de cabal que le adornaba en todo cuanto hacía. No es un libro en el que la calidad literaria alcance, en mi modesta opinión, las cotas de sus obras más depuradas, fundamentalmente porque, como el autor aclara en el prólogo, su intención es otra, pero es un libro de don Miguel y como muestra este botón:
“...la sorpresa de la jornada me la proporcionó la anochecida, la hora en la que todo es posible en el Rudrón, cuando los buitres se recogen en las grietas más altas de las escarpas y los últimos grillos inician en las brañas de la ribera su canción crepuscular. A tal hora, el río se puebla de sombras y las orillas se cargan de misteriosos presagios. Para mayor aliciente, el viento cesó, lo que me permitió medir y recortar mis varadas. Y, precisamente, en una de ellas, rozando un peñasco que divide el río en dos, adiviné más que vi la sombra furtiva de una trucha de gran tamaño en pos de la cuchara. Me ceñí al sauce que me ocultaba e imprimí un frenazo al artilugio, pero la cucharilla terminó su recorrido sin que la trucha se decidiera a morder. Entonces sucedió algo que inevitablemente pone temblón al más pintado: el bicho, seducido, fondeó a metro y medio de la orilla, cara a la corriente, coleando pausadamente, como diciéndose que la próxima oportunidad no la desaprovecharía. Rígido, componiendo la figura, mediante un imperceptible movimiento de muñeca, lancé la cuchara cuatro metros arriba del pez, calculando para que en el recorrido de regreso, le pasase a un palmo de los morros. En el instante supremo contuve el aliento, pero, ante mi asombro, la trucha no hizo por el engaño. Por tres veces repetí la operación sin ningún éxito y, a la cuarta, menos precisa, se produjo lo inesperado...”.
La maestría de Delibes es capaz de llevarnos, sin que lo advirtamos, de la poética descripción de la caída de la tarde en el río, con toda su magia, a un relato de suspense, que en definitiva no es más que un lance de pesca.
En fin, adiós, también, a un pescador cabal.
Etiquetas: Salir por peteneras
1 Comments:
Hispaniola, qué maravilla, me sentí en el río
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