TALA
Tala es la historia de una cena artística en la Viena de los años 80 vista desde la perspectiva de un escritor vienés de unos cincuenta y cinco años de edad. Este escritor, cuyo nombre desconocemos, desde un sillón de orejas,-a modo de atalaya- observará, contará y valorará lo que sucede a su alrededor.
A través de una voz en primera persona, la del escritor y protagonista, aprendemos que el matrimonio Auersberg organiza cenas artísticas en Viena desde los años 50. La pareja no se lleva bien, tal vez por el alcoholismo del marido, tal vez porque disfruten mostrando sus problemas conyugales delante de la camarilla de artistas de la que les gusta rodearse. Él es un músico reconocido, que según el protagonista, perdió su oportunidad de llegar a ser un gran músico y a ella le gusta amenizar las veladas cantando arias de Pucell.
El escritor solía frecuentar estas cenas allá por los años 50. Un día decidió alejarse de aquél mundo que le parecía frívolo y superficial y se marchó a Londres. Cuando volvió a Viena procuró no frecuentar aquellos lugares en los que pudiera encontrarse al matrimonio Auersberg, excepto un día, tal vez porque en el fondo deseara volverlos a ver. Se produjo el encuentro en el Graben vienés y la señora Auersberg le comentó, tal vez porque no sabía qué decir, que su amiga común Joana se había ahorcado. El escritor, también sin saber por qué, se sorprendió, a pesar de que ya le habían comunicado la noticia a las siete de la mañana. Después la señora Auersberg lo invitó, tal vez por romper el silencio incómodo, a una de sus cinas y éste, mecánicamente y porque no se le ocurrió ninguna buena excusa, aceptó.
En la casa de los Auersberg y desde su sillón de orejas el escritor realiza una retrospectiva y analiza qué lo ha llevado de vuelta allí. De esta forma se acuerda de las personas a las que tanto quiso y las que, sin embargo, odia. Piensa en Joana, en su vida marcada por un triste destino, tal vez porque ella no podía ser feliz, no era capaz de hacerse feliz a sí misma. En su cambio de nombre cuando llegó a Viena, porque quería ser actriz, porque creía en ser actriz. Piensa en Viena, en esa Viena de los años 50 que parecía acogerles a todos, pero que sin embargó los trituró. Trituró a Joana, a su Estudio de movimiento, a sus intentos de crear. Piensa en que Joana tuvo que volver al campo, a casa, para poder matarse.
De vez en cuando se encuentra de nuevo sentado en el sillón de orejas, sin saber aún por qué está ahí. Piensa que sólo son las once, que tiene mucho sueño y que el actor al que esperan no llegará hasta las doce y media. Ridiculiza a través de su discurso ese momento, ese actor, esa farsa, las conversaciones intrascendentes que se revisten de intelectualidad y espiritualidad, el matrimonio Auersberg que discute, los escritores jóvenes que encuentran todo ridículo y no pueden parar de reír –como él tampoco podía dejar de comer, beber y reír cuando era joven y el matrimonio Auersberg le compraba con su dinero-, los artistas consagrados que se han vendido a todo aquello que tanto criticaron durante su juventud. Y todo ello le repele y no puede entender por qué ha aceptado la invitación.
Y nosotros, lectores, también queremos salir de esa atmósfera asfixiante, de esa tontería, de las necedades que suponemos que se están diciendo, aunque de ellas no se diga demasiado. El escritor sigue recordando y vuelve de nuevo sobre lo mismo, una y otra vez, de manera concéntrica, y llega de nuevo al punto de arranque, al sillón de orejas, al matrimonio Auersberg, al señor Auersberg borracho y asqueado y su mujer que le grita y le quiere alejar de allí y los jóvenes que ríen, y las escritoras consagradas que se creen alguien y con ello crece nuestra impaciencia por salir de allí.
Por fin llega el actor del Burg y entonces se levanta y se sienta a cenar. La voz se instala entonces en el presente y las digresiones disminuyen cualitativamente de número. El actor nos llega a resultar realmente insoportable debido al estilo narrativo de Bernhard, que repite lo mismo una y otra vez, de manera compulsiva, hasta que nos hace sentir el desagrado en nuestra propia piel.
Se narra a continuación la única acción presente en sentido concreto, la conversación entre la escritora Jeannie, -para el protagonista uno de estos artistas que se han vendido al Estado y han terminado claudicando con tal de ser reconocidos y afamados- y el actor del Burg, quién, ante los sucesivos intentos de la primera por dejarle en ridículo termina por explotar y decirle todo lo que piensa de ella: que es una amargada porque no se soporta a sí misma. El escritor se alegra profundamente de que el actor del Burg le diga a Jeannie lo mismo que él piensa porque él no tiene valor para hacerlo.
Parece ser que entre la escritora y el protagonista hubo una importante relación durante los años 50, que incluso llegaron a quererse, pero él lo dejó todo, junto con el matrimonio Auersberg en el momento en el que se dio cuenta de que lo absorbían de manera tal que terminarían por destruirlo. En esta sociedad artística endogámica y sectaria esta deserción no sentó bien, de manera que no se soportan entre ellos y sin embargo, no dejan de alabarse y así mantener las formas hipócritamente.
Termina la velada y el escritor protagonista deja que todos se vayan primero, para evitar encontrarse cara a cara con Jeannie. Después se despide con un beso en la frente de la señora Auersberg y le agradece la cena, le comenta lo muchísimo que le ha interesado el invitado principal, el actor del Burg, lo mucho que le ha gustado volver a verla. Incluso cree que deberían retomar la relación, una relación que quién sabe por qué se ha roto.
Esta cena artística que organiza el matrimonio Auersberg en Viena sirve como pretexto para que el escritor haga un mordaz e hiriente crítica de la sociedad artística vienesa y de la sociedad vienesa en general. Y así pone de manifiesto la hipocresía y falsedad del género humano. Un género del que él propio escritor se sabe miembro.
A través de una voz en primera persona, la del escritor y protagonista, aprendemos que el matrimonio Auersberg organiza cenas artísticas en Viena desde los años 50. La pareja no se lleva bien, tal vez por el alcoholismo del marido, tal vez porque disfruten mostrando sus problemas conyugales delante de la camarilla de artistas de la que les gusta rodearse. Él es un músico reconocido, que según el protagonista, perdió su oportunidad de llegar a ser un gran músico y a ella le gusta amenizar las veladas cantando arias de Pucell.
El escritor solía frecuentar estas cenas allá por los años 50. Un día decidió alejarse de aquél mundo que le parecía frívolo y superficial y se marchó a Londres. Cuando volvió a Viena procuró no frecuentar aquellos lugares en los que pudiera encontrarse al matrimonio Auersberg, excepto un día, tal vez porque en el fondo deseara volverlos a ver. Se produjo el encuentro en el Graben vienés y la señora Auersberg le comentó, tal vez porque no sabía qué decir, que su amiga común Joana se había ahorcado. El escritor, también sin saber por qué, se sorprendió, a pesar de que ya le habían comunicado la noticia a las siete de la mañana. Después la señora Auersberg lo invitó, tal vez por romper el silencio incómodo, a una de sus cinas y éste, mecánicamente y porque no se le ocurrió ninguna buena excusa, aceptó.
En la casa de los Auersberg y desde su sillón de orejas el escritor realiza una retrospectiva y analiza qué lo ha llevado de vuelta allí. De esta forma se acuerda de las personas a las que tanto quiso y las que, sin embargo, odia. Piensa en Joana, en su vida marcada por un triste destino, tal vez porque ella no podía ser feliz, no era capaz de hacerse feliz a sí misma. En su cambio de nombre cuando llegó a Viena, porque quería ser actriz, porque creía en ser actriz. Piensa en Viena, en esa Viena de los años 50 que parecía acogerles a todos, pero que sin embargó los trituró. Trituró a Joana, a su Estudio de movimiento, a sus intentos de crear. Piensa en que Joana tuvo que volver al campo, a casa, para poder matarse.
De vez en cuando se encuentra de nuevo sentado en el sillón de orejas, sin saber aún por qué está ahí. Piensa que sólo son las once, que tiene mucho sueño y que el actor al que esperan no llegará hasta las doce y media. Ridiculiza a través de su discurso ese momento, ese actor, esa farsa, las conversaciones intrascendentes que se revisten de intelectualidad y espiritualidad, el matrimonio Auersberg que discute, los escritores jóvenes que encuentran todo ridículo y no pueden parar de reír –como él tampoco podía dejar de comer, beber y reír cuando era joven y el matrimonio Auersberg le compraba con su dinero-, los artistas consagrados que se han vendido a todo aquello que tanto criticaron durante su juventud. Y todo ello le repele y no puede entender por qué ha aceptado la invitación.
Y nosotros, lectores, también queremos salir de esa atmósfera asfixiante, de esa tontería, de las necedades que suponemos que se están diciendo, aunque de ellas no se diga demasiado. El escritor sigue recordando y vuelve de nuevo sobre lo mismo, una y otra vez, de manera concéntrica, y llega de nuevo al punto de arranque, al sillón de orejas, al matrimonio Auersberg, al señor Auersberg borracho y asqueado y su mujer que le grita y le quiere alejar de allí y los jóvenes que ríen, y las escritoras consagradas que se creen alguien y con ello crece nuestra impaciencia por salir de allí.
Por fin llega el actor del Burg y entonces se levanta y se sienta a cenar. La voz se instala entonces en el presente y las digresiones disminuyen cualitativamente de número. El actor nos llega a resultar realmente insoportable debido al estilo narrativo de Bernhard, que repite lo mismo una y otra vez, de manera compulsiva, hasta que nos hace sentir el desagrado en nuestra propia piel.
Se narra a continuación la única acción presente en sentido concreto, la conversación entre la escritora Jeannie, -para el protagonista uno de estos artistas que se han vendido al Estado y han terminado claudicando con tal de ser reconocidos y afamados- y el actor del Burg, quién, ante los sucesivos intentos de la primera por dejarle en ridículo termina por explotar y decirle todo lo que piensa de ella: que es una amargada porque no se soporta a sí misma. El escritor se alegra profundamente de que el actor del Burg le diga a Jeannie lo mismo que él piensa porque él no tiene valor para hacerlo.
Parece ser que entre la escritora y el protagonista hubo una importante relación durante los años 50, que incluso llegaron a quererse, pero él lo dejó todo, junto con el matrimonio Auersberg en el momento en el que se dio cuenta de que lo absorbían de manera tal que terminarían por destruirlo. En esta sociedad artística endogámica y sectaria esta deserción no sentó bien, de manera que no se soportan entre ellos y sin embargo, no dejan de alabarse y así mantener las formas hipócritamente.
Termina la velada y el escritor protagonista deja que todos se vayan primero, para evitar encontrarse cara a cara con Jeannie. Después se despide con un beso en la frente de la señora Auersberg y le agradece la cena, le comenta lo muchísimo que le ha interesado el invitado principal, el actor del Burg, lo mucho que le ha gustado volver a verla. Incluso cree que deberían retomar la relación, una relación que quién sabe por qué se ha roto.
Esta cena artística que organiza el matrimonio Auersberg en Viena sirve como pretexto para que el escritor haga un mordaz e hiriente crítica de la sociedad artística vienesa y de la sociedad vienesa en general. Y así pone de manifiesto la hipocresía y falsedad del género humano. Un género del que él propio escritor se sabe miembro.
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